Virus intelectuales

En mis borradores desde 2015:

«Los científicos y los filósofos tienden a tratar la superstición, la pseudociencia y hasta la anticiencia como basura inofensiva o, incluso, como algo adecuado al consumo de las masas; están demasiado ocupados con sus propias investigaciones como para molestarse por tales sinsentidos. Esta actitud, sin embargo, es de lo más desafortunada. Y ello por las siguientes razones. Primero, la superstición, la pseudociencia y la anticiencia no son basura que pueda ser reciclada con el fin de transformarla en algo útil: se trata de virus intelectuales que pueden atacar a cualquiera —lego o científico— hasta el extremo de hacer enfermar toda una cultura y volverla contra la investigación científica. Segundo, el surgimiento y la difusión de la superstición, la pseudociencia y la anticiencia son fenómenos psicosociales importantes, dignos de ser investigados de forma científica y, tal vez, hasta de ser utilizados como indicadores del estado de salud de una cultura»

– Mario Bunge

Espero que estéis todos bien :)

Los hechos ya no importan

En el mundo de 2017 los hechos ya no importan. Solo nuestros sesgos.

En Estados Unidos la mitad del país vive convencida de que el presidente es un loco peligroso que nos tiene al borde de la destrucción y que únicamente está en el cargo porque una potencia extranjera manipuló las elecciones. La otra mitad piensa que el presidente es un tipo provocador, quizás un poco excéntrico pero valiente y decidido, que ha bajado los impuestos y que es temido por los enemigos del país. ¿La mitad del país está alucinando? ¿Alucinan las dos?

En España, ahora mismo, tenemos a un montón de gente convencida de que el lamentable atentado de Barcelona se podría haber evitado si los políticos locales hubieran seguido las recomendaciones sobre seguridad, y que en general la actuación de la policía fue desastrosa. Otro montón de gente piensa que el atentado era inevitable de una u otro manera, y que la policía actuó rápida y eficazmente. Los primeros se muestran indignados, los segundos agradecidos. Este caso me parece particularmente interesante porque, salvo contadas excepciones y en contra de cualquier lógica, no ha provocado un debate técnico sino político. O mejor: es un debate político disfrazado de debate técnico.

Mientras todo esto sucede, un grupo de la población está totalmente convencido de que la inmigración va a destruirnos y no entiende la actitud del resto, que considera prácticamente suicida. Al mismo tiempo, otro grupo ve claro que los causantes de los atentados son una minoría y se indigna por la actitud xenófoba de los primeros.

Todos ellos, sin embargo, comparten algo: están a la búsqueda del hecho, el tuit, la noticia, el artículo de opinión o la foto que respalde su punto de vista, para devorarla y compartirla con el doble objetivo de influir y reafirmarse. Las noticias en sentido contrario les parecen falsas y a menudo malintencionadas, y las comentan enfadados mientras se sorprenden de que haya tanta gente engañada. De nuevo, dos grupos de personas presenciando una misma realidad, siendo bombardeados por una enorme cantidad de información, y llegando a conclusiones radicalmente distintas en base a esa misma información.

La explicación que da cada grupo sobre el otro es la misma: han sido manipulados, por lo que desconocen la realidad de los hechos. Lo que creo que sucede en realidad es bien distinto: la realidad les resulta irrelevante. A todos.

Los hechos ya no importan. Los hechos son los que son, pero no nos interesan a ninguno. Nos interesa la explicación que les hemos dado, que suele ser la que menos desafía nuestra concepción del mundo. Porque nuestro cerebro es vago y receloso de cualquier cosa que nos haga dudar y tambalearnos. Y lo es por pura supervivencia. Así que nos pone un pequeño filtro que, ante una imagen, ignora todo lo que desafía nuestra visión del mundo, y amplifica todo lo que la confirma. Eso se llama disonancia cognitiva y lleva con nosotros desde siempre. Y tampoco nos ha ido mal.

Somos máquinas de buscar patrones y de simplificar la realidad de la manera que nos resulte más digerible. Por eso nos parece siempre que nosotros somos consecuentes mientras no paramos de ver contradicciones en los demás. Nuestro inconsciente ya se ha encargado de darle el sentido a lo que vemos antes de que podamos pensar sobre ello.

No formamos nuestras ideas en base a los hechos, sino que formamos los hechos a partir de nuestras ideas.

En 2017, no importa que Trump tuiteara un vídeo de sí mismo pegando una paliza a un tipo representando a la CNN, importa que la mitad del país vio esa imagen y pensó que su presidente era un chiflado que estaba atacando la libertad de prensa, y la otra mitad la vio y pensó que su presidente era un genial provocador que estaba luchando contra la dictadura de lo políticamente correcto.

El silicio de los sueños

El uno de octubre del año pasado me casé con ella. Cuatro días más tarde nos despedimos en el aeropuerto. Y al día siguiente aterricé en San Francisco, la ciudad en la que empieza la siguiente aventura.

Tardaríamos casi tres meses en volver a reunirnos. Nunca habíamos estado separados tanto tiempo, pero supongo que vivir vidas no convencionales requiere tomar decisiones no convencionales. Siguiendo esa fina línea pintada en ninguna parte había llegado a Barcelona catorce años atrás, y siguiendo esa línea me iría de allí.

Barcelona es mi vida entera. En ningún sitio me he sentido más en casa. Había llegado con nada, había conseguido todo. Y justo en ese momento, apareció. La oportunidad que requería apostar todo cuanto había conseguido. La oportunidad que solo iba a estar allí cinco minutos.

La oportunidad que no dejé pasar de largo.

Por supuesto, no es la oportunidad de mis sueños. Muchas cosas han sido muy complicadas, muchas han salido mal, muchas pueden salir todavía peor. Pero todo ello es necesario para que pueda ser una gran aventura, una de esas que se recuerdan para siempre, de esas que hacen que vivir tenga sentido.

El cambio ha sido tan brutal que a veces ni me lo creo. Es aprender a vivir de nuevo, literalmente. Hablar otro idioma, entender otras costumbres, sorprenderte por todo tanto que te agota, saber cómo funcionan los semáforos, los electrodomésticos, los coches, los alquileres, los impuestos, los restaurantes y hasta los malditos supermercados. A veces me parece que he hecho lo más difícil del mundo, a veces me parece que de hecho ha sido bastante fácil.

Y otras veces simplemente no me lo creo. Entonces me sorprendo mirando por la ventana de la oficina mientras pienso «anda, si estoy trabajando en Silicon Valley».

Vosotros qué tal.

El ajedrez desde dentro

Hace un par de semanas el gobierno aprobó la inclusión del ajedrez en la educación en la forma de una nueva asignatura. Desde entonces he leído algunos artículos sobre el tema, y la sensación que me queda es que hay muy poca gente que sepa bien sobre lo que está hablando, así que me he propuesto explicar lo mejor que pueda cómo es el ajedrez entre bambalinas, lejos del mito.

De todas formas, por si a alguien le interesa mi opinión sobre la reforma, creo que aunque el ajedrez tiene algunos beneficios interesantes –sobre todo en cuanto a la capacidad de concentración y de análisis– quizás deberíamos enfocarnos más bien en que los niños terminen la primaria sabiendo leer y escribir. Que no está claro. Fin.

Juego al ajedrez desde que tengo memoria. Algunos de los momentos más increíbles de mi infancia ocurrieron en relación a este juego-deporte-arte-ciencia, que lo fue casi todo para mí durante muchos años, y que después seguiría acompañándome durante mucho tiempo. Así que he tenido ocasión de reflexionar bastante en detalle sobre las cosas que voy a explicar aquí.

Dos ajedreces

En las casas y en los bares se juega a un ajedrez y en los clubes a otro. La diferencia de niveles es tan abismal que no sé si puede compararse con cualquier otro juego o deporte. Ningún aficionado tiene ninguna –absolutamente ninguna– posibilidad de derrotar a un jugador con una formación medianamente sólida, por muy inteligente que sea.

Esto nos conduce a una de las principales leyes ocultas del ajedrez: no es un duelo de inteligencias sino de horas de estudio, capacidad de cálculo, intuición y método. Alguien me dijo una vez que uno no juega contra el adversario sino contra sus libros. Es una simplificación que calificaría de atrevida, pero no va desencaminada.

La diferencia entre estos dos ajedreces es la diferencia entre aprender a mover las piezas y jugar de verdad, y es la diferencia entre dos tardes y varios años de aprendizaje.

Cómo se juega al ajedrez

La gente que no conoce el juego –o que lo conoce sólo superficialmente– suele pensar que el ajedrez profesional consiste en sentarse muy serio frente a un tablero, apoyar la cabeza entre las manos y permanecer inmóvil durante horas, ejecutando complejos cálculos matemáticos para ir decidiendo los movimientos. Luego se comen piezas y se hacen jaques y al final uno pierde.

La realidad es bastante diferente. Normalmente los jugadores aplican algo así como un procedimiento fijo en cada turno. Estudian las amenazas, analizan la posición y, utilizando sobre todo la intuición, seleccionan un número limitado de jugadas interesantes –tarea en la que seguimos siendo mejores que los ordenadores– y las analizan, intentando calcular la evolución del juego a largo plazo. Normalmente estas jugadas son la expresión táctica de una estrategia general que el jugador ha definido. De hecho, y según mi experiencia, lo que suele distinguir a los grandes jugadores del resto es su capacidad para elaborar esta estrategia y desarrollarla a lo largo del juego.

Este cálculo es muy distinto dependiendo de la fase en que se encuentre el juego, pero lo más importante aquí es que es un conjunto de habilidades que se puede aprender, más que la aplicación de inteligencia en bruto. En algunas partes del juego es más importante la memoria, en otras el análisis, en otras el cálculo.

Cómo se aprende a jugar al ajedrez

Normalmente el método que convierte a un vulgar ser humano en un buen jugador de ajedrez combina clases, muchas horas de juego, muchas horas de análisis –de partidas propias y ajenas– y muchas horas de libros. El desafío aquí consiste en aprender un conjunto de técnicas que nos permitan movernos con comodidad a través de las diferentes fases del juego. Cada fase del juego tiene unas características específicas y por tanto involucra unas habilidades distintas.

Durante las primeras jugadas de la partida, por ejemplo, existen unos esquemas muy conocidos que hay que aplicar si se quiere tener alguna posibilidad. Existe una teoría que soporta unas normas generales, a partir de las cuales aparecen las denominadas aperturas, unos conjuntos de jugadas concebidos de antemano para cumplir estas normas generales, y que permiten preparar el juego para su posterior desarrollo.

Las aperturas definen una serie de jugadas de referencia y las diversas variantes que pueden ir surgiendo. A un nivel básico, los jugadores aprenden las normas generales y unos cuantos esquemas conocidos. En un plano más avanzado se estudian pormenorizadamente las diferentes variantes y se exploran sus implicaciones en las siguientes fases del juego. A partir de cierto nivel es muy complicado tener en cuenta y calcular sin equivocarse todas las opciones, y diferencias muy sutiles pueden conducir a situaciones muy distintas, por lo que es conveniente haberlas estudiado de antemano.

No se trata de un conocimiento místico, hay una enciclopedia con toda esa información, no es más que abrir el libro y leer. De hecho este fue uno de los motivos por los que acabé dejando el ajedrez, en ciertas categorías no podías sobrevivir sin memorizar una cantidad absurda de información y eso acabó matando la pasión.

Para el medio juego también hay una teoría con unos principios generales y algunas técnicas, al principio se estudian dos o tres técnicas para obtener ventaja material y según uno avanza se presta atención a cosas más sutiles como el equilibrio posicional, los puntos débiles del oponente, el espacio… quizás el medio juego es la parte más imaginativa y es donde tienen lugar las combinaciones más interesantes, al menos entre jugadores de cierta categoría.

Y por último, los finales de partida (cuando quedan ya pocas piezas en el tablero) se mueven entre bastante matemáticos y totalmente matemáticos. La clave es identificar ciertas situaciones que nos puedan llevar a ganar la partida y aplicar entonces el esquema con precisión. Normalmente hay dos o tres situaciones de referencia (por ejemplo en los finales de peones), algunos trucos para calcular qué pasos aplicar y algunas reglas generales que es necesario observar. Otros finales consisten directamente en aplicar un algoritmo conocido en el que no hay que pensar nada (como el final de torre y rey contra rey). En cualquiera de los casos aprender esto consiste en estudiar el método y practicar y practicar y practicar. Y cuando llega el momento, sacas el guión y ganas. Normalmente el adversario lo sabe tan bien como tú y se rinde bastante antes.

Así pues, según avanza la partida, y salvo sorpresas, no es raro que la balanza vaya inclinándose del lado del jugador que conoce mejor la teoría y sabe cómo poner a trabajar su conocimiento previo sobre el juego. Esto es tan así que de hecho yo mismo, cuando juego de manera informal y no me apetece mucho pensar, me limito a seguir el manual y a jugar sin un plan concreto, simplemente aplicando la teoría. Seguramente tardo más en ganar la partida, pero es alucinante comprobar cómo mi oponente se estrella invariablemente contra los libros.

¿Qué decide las partidas entonces?

Una pregunta que surge ahora es: ¿qué decide el juego cuando los jugadores son muy similares? Y la respuesta es muy simple: nada. El resultado más frecuente en las partidas entre grandes maestros son las tablas (aproximadamente el 55%). Del 45% restante, las blancas ganarán el 54-56% de las veces. Normalmente es tan sencillo como que pierde el que antes comete un pequeño error.

Ganarás con cualquier color si eres mejor jugador, pero se tarda más con las negras.

– Isaac Kashdan

¿Y qué pasa con los ordenadores?

Una de las mayores demostraciones de que el ajedrez no requiere de una gran inteligencia es que hoy en día el peor de los ordenadores juega casi tan bien como el mejor de los humanos. El ajedrez puede resolverse aplicando fuerza bruta, otra cosa es que todavía no dispongamos de la suficiente fuerza bruta.

Los ordenadores elaboran, para cada movimiento, una especie de árbol con posibles respuestas y respuestas a esas respuestas, asignando un valor a cada una de ellas. Los ordenadores pueden calcular miles o millones de jugadas por segundo, mientras que los grandes maestros apenas diez. El ordenador, en el fondo, no sabe jugar al ajedrez, sólo elige la mejor posibilidad matemática en cada momento. El procedimiento es tan bueno como grande sea la capacidad de cálculo del ordenador, así que es fácil de entender que hoy en día es bastante bueno.

El ajedrez como lo conocemos seguramente tenga ya fecha de caducidad. Kasparov propuso, hace unos años, una idea muy interesante que bautizó como ajedrez avanzado, y que consiste en jugar entre humanos utilizando al ordenador como herramienta de consulta. Y el enorme Bobby Fischer propuso, por su parte, el ajedrez aleatorio (o ajedrez 960), que propone que las piezas de la primera línea empiecen la partida en posiciones aleatorias, precisamente para devolver esa esencia perdida al juego. Yo me declaro fan de esta última idea.

Así que…

Conozco a algunas personas varios órdenes de magnitud más inteligentes que yo. Algunas de ellas saben además jugar al ajedrez, y seguramente no lo hacen mal, al final el cálculo y el análisis por sí solos pueden hacer que te desenvuelvas bastante bien. Pero no valen de casi nada frente a alguien con un entrenamiento específico. No creo que ninguna de ellas fuera capaz de ganarme una sola partida, por muy oxidado que esté mi juego. Irónicamente, me cuesta bastante hacer frente a un programa de segunda división.

Una de las conclusiones de todo esto, irónicamente, es que el ajedrez más puro es que se juega en las casas y en los bares, donde la inteligencia sigue siendo el factor que decide el resultado de la partida. En todos los demás casos, un montón de horas de trabajo y cuidadosa preparación son los que se encargan de marcar la diferencia.

José Raúl Capablanca fue campeón del mundo entre 1921 y 1927. Su talento natural para el ajedrez nos sigue emocionando hoy en día y no es algo fácil de describir con palabras. Sin embargo se dice que era bastante indisciplinado y proclive a vivir la vida, y terminaría cediendo la corona al ser derrotado por Alexander Alekhine en Buenos Aires. Alekhine –casi al contrario que Capablanca– era muy metódico y se preparó concienzudamente estudiando el juego de este último, lo que terminó por resultar decisivo en uno de los torneos más largos e igualados de la historia.

La realidad suele ser menos romántica y más compleja de lo que muchos parecen entender. El ajedrez es un juego precioso y casi inabarcable, pero no sé si es el máximo logro de la inteligencia humana, ni digno merecedor de las místicas cualidades que se le atribuyen.

Por mi parte prefiero sentarme frente al tablero, y seguir sorprendiéndome con las caprichosas combinaciones de treinta y dos figuras moviéndose por sesenta y cuatro casillas. Con su capacidad para recordarme que en la vida hay pocas cosas que puedan conseguirse sin una mezcla de talento y esfuerzo. Con su capacidad para emocionarme con su increíble belleza.

 

Trabajo en remoto

El viernes fuimos cuatro personas a la oficina: la primera de ellas sufrió una lesión en el tobillo hace meses y había llegado al trabajo casi arrastrándose; otra de ellas, mi jefe, había tenido que traer a su hijo pequeño –hasta hoy no empezaba el colegio– e intentaba repartirse entre hacerle caso, atender al teléfono y hablar con nosotros; la encargada de administración, por su parte, había llegado pronto pero no funcionaba la conexión a Internet, de modo que tuvo que esperar a que llegara yo. Y yo llegué tarde a propósito porque había tenido que prestarle mi juego de llaves y no quería tener que esperar en la calle, por lo que me tomé la mañana con calma.

Y ésta es la historia de cómo cuatro seres en teoría inteligentes acudieron a un sitio en un horario para hacer un trabajo que podían haber hecho mejor desde casa. Y lo que es peor, lo hicieron sin que nadie se lo ordenara, por una combinación de rutinas, líneas de teléfono fijas y años de presencialismo castigando sus cerebros.

Gurús autorreferentes y clavos ardiendo

Hay una maldición oriental que dice algo así como «ojalá vivas tiempos interesantes» y que creo que es la de toda una generación. Esa que está justo en medio de la tormenta perfecta, viendo como el viento se lleva el techo, las pareces y todo lo que parecía ser inamovible.

Uno de los problemas que más me preocupan de esta tormenta es que hay una masa creciente de almas perdidas dispuestas a escuchar casi cualquier cosa que parezca tener algo de sentido. La siempre rentable industria de los clavos ardiendo cotiza tan al alza como la desesperación, el miedo y la frustración.

En los últimos tiempos he leído tantas recetas para el éxito y la realización personal y profesional que empiezo a tocar fondo, especialmente porque resultan un tanto repetitivas. En el fondo, gente escribiendo libros sobre autorrealización ha habido siempre. Cosas como «Los siete hábitos de la gente altamente efectiva», que curiosamente no incluyen leer la opinión de un idiota sobre el tema, o «Cinco razones por las que Steve Jobs revolucionó el mundo», entre las que apuesto que no figuran perder el tiempo repasando listas llenas de tonterías.

Sin embargo, hay un nuevo tipo en alza. Yo los llamo «gurús autorreferentes».

Los gurús autorreferentes tienen ciertos rasgos característicos. Uno es que dejaron un trabajo alienante en una empresa gris con el que se ganaban la vida de sobra –este detalle es fundamental, no puede dar la impresión de que estaban desesperados– pero que no colmaba sus ansias de volar en libertad. Así que un buen día hicieron la mochila y partieron hacia el atardecer en pos de sus sueños.

Así es como el gurú autorreferente consiguió romper las cadenas de su frustración vital y dedicarse a lo que de verdad era su pasión: enseñarte cómo lo hizo. Y cobrarte por ello. Yo sé algo que tú no sabes. Compra mi libro. Apúntate a mi curso de coaching. Y así.

No veo nada de malo en que a alguien le vaya bien y además lo quiera contar, y si gana dinero haciéndolo, mejor que mejor. El problema es que no sé si sus fieles seguidores comprenden que el sistema no puede soportar un número ilimitado de gente dejando sus trabajos para vender a otros el secreto sobre cómo consiguieron salir de sus trabajos vendiendo a otros el secreto sobre cómo salir de sus trabajos vendiendo a otros el secreto sobre cómo salir… creo que se entiende.

Porque el razonamiento central («abandona tu trabajo de mierda e intenta vivir de lo que de verdad te gusta») sólo funciona si lo que de verdad te gusta es un negocio. Vender soluciones fáciles a personas desesperadas o frustradas ya sabemos que sí lo es. Pero realmente preferiría leer la experiencia de alguien que, por poner un ejemplo, dejó su trabajo en una multinacional y se montó una empresa. De estos conozco a algunos, y lo que cuentan no es lo que yo llamaría una solución fácil.

Uno de los argumentos habituales de los gurús autorreferentes es que cuando trabajas para alguien estás vendiendo lo más valioso que tienes en tu vida: el tiempo. Y todo a cambio de unas monedas. Yo de hecho llegué a pensarlo así durante un tiempo. Luego me di cuenta de que los gurús autorreferentes ya no necesitan vender su tiempo a cambio de unas monedas porque se venden ellos enteros.

Trabajar haciendo lo que te gusta es un privilegio de unos pocos, sólo un poco por encima de poder siquiera planteártelo. Y en cierto sentido no hay nada de malo en ello, no siempre lo que nos apasiona tiene que ser nuestro medio de vida, y de hecho también puede ser positivo que no lo sea. Por poner un ejemplo, si a partir de mañana dedicara mis horas libres a escribir novelas apuesto a que crearía algo más artísticamente puro que si dejara mi trabajo para hacer lo mismo, en cuyo caso me vería obligado a pensar en términos comerciales, a establecer una disciplina de trabajo, pensar en unos plazos… cosas que en definitiva me distraerían de la creación misma.

Así que la próxima vez que la publicidad encubierta de un gurú autorreferente te haga sentir mal, piensa que trabajar honradamente para otra persona es una opción mil veces más decente que hacer de hombre-anuncio y sacarle la pasta a un montón de idiotas vendiéndoles clavos ardiendo.

Contrata a quien escriba mejor. O no.

Basecamp, antes conocida como 37signals, es una de esas empresas de las que casi nadie habla pero cuya influencia en la industria es difícil de negar, no sólo por sus más que respetables contribuciones técnicas, sino porque realmente han conseguido construir una nueva y desafiante cultura empresarial cuyos resultados están a la vista de todo el mundo. Y de paso han dejado bastante escrito sobre ello.

Su primer libro, titulado Getting Real, llegó a mis manos allá por 2006 por recomendación de Rober, y en él se dedicaban básicamente a poner patas arriba lo poco que teníamos como cierto sobre nuestro trabajo. Confieso que en aquel momento aluciné con lo que entonces eran ideas un tanto revolucionarias: reuniones rápidas, desarrollo en pequeñas iteraciones, menor importancia del análisis en favor de pruebas reales, trabajo en remoto y otras muchas cosas que a fecha de hoy forman parte de mi día a día.

Al mismo tiempo, con el paso de los años y gracias precisamente a haberlo vivido en primera persona, he ido formando mis propias opiniones sobre muchos de los temas que tratan en este y otros libros. He dejado de estar de acuerdo con muchos de sus puntos de vista y en otros veo matices que antes no veía. Con todo, creo la mayoría de sus ideas siguen siendo aplicables y de hecho creo que obligaría a unos cuantos a leerlos. Quizás dejar de comportarse como capullos en el corto plazo terminaría también significando más dinero para los accionistas en el largo plazo.

El que escribe mejor

Empecé a escribir este artículo porque hace relativamente poco tiempo me acordé de uno de los capitulitos de Getting Real que más me impactó, y que dice lo siguiente:

Hire good writers

If you are trying to decide between a few people to fill a position, always hire the better writer. It doesn’t matter if that person is a designer, programmer, marketer, salesperson, or whatever, the writing skills will pay off. Effective, concise writing and editing leads to effective, concise code, design, emails, instant messages, and more.

That’s because being a good writer is about more than words. Good writers know how to communicate. They make things easy to understand. They can put themselves in someone else’s shoes. They know what to omit. They think clearly. And those are the qualities you need.

Parece fácil estar de acuerdo con lo anterior. Y de hecho es un principio por el que me guié durante mucho tiempo, tanto en el trabajo como en lo personal: alguien que sea capaz de escribir perfectamente tiene que valer la pena.

Una de las personas que redactó este capítulo es David Heinemeier Hansson, quien además de ser el CTO de Basecamp es escritor, y como escritor es claramente una persona que le da una gran importancia a las palabras. Tengo en común con él esto último entre otras cosas –aunque seguro que su coche es mejor que el mío–, así que creo que puedo entender bastante bien el razonamiento que le llevó a a esa conclusión.

Muchas veces caemos en la trampa de pensar que lo que se aplica a nosotros se aplica también al resto del mundo, y creo que particularmente es común que las personas que tenemos una relación distinta con el lenguaje escrito tendamos a pensar que es igual para los demás. Que cuando alguien elige una palabra y no otra lo hace como parte de un proceso concreto y consciente, y que esa estructura mental hace a esa persona especial en otros aspectos.

Pero el hecho es que muchos de los mejores profesionales que he conocido lo eran a pesar de escribir fatal. Y muchos de aquellos en los que confié automáticamente porque me gustaba cómo escribían resultaron en muchos casos no ser muy buenos trabajadores. Ni buenas personas.

Así que me temo que a la hora de atreverse a juzgar a alguien, ya sea como futuro compañero de trabajo, futuro amigo, o futuro lo que sea, no existen los atajos. Al final supongo que lo único realmente útil es un proyecto, unas cervezas, y como siempre, tiempo.

Ese gran marginado en nuestros días.

2555 días

Estaba tomando cañas, lerelerele

Tengo que decir que en realidad me llamo Pablo. Lo de Pau era únicamente una firma, una de esas maneras de decir algo que no es del todo mentira pero que tampoco es verdad. Crecí en Santander, estudié en Salamanca, trabajo en Barcelona.

Hoy puedo escribir todo esto porque el anonimato ha desaparecido de Internet. Cuando escribí el primer artículo de este blog hace más de ocho años, era simplemente impensable poner en algún sitio tu nombre y tus apellidos. No es lo único que ha cambiado. De la suscripción por correo electrónico pasamos al RSS, y de ahí al botón de compartir. De Blogger a WordPress y después a Tumblr. Del ordenador al tablet. Del teclado a la pantalla táctil. Y así.

Nosololinux es para mí una especie de recordatorio de que cambia todo y no cambia nada. Al fin y al cabo estoy aquí, escribiendo esto en un ordenador portátil de los de toda vida, por mucho que tenga cuatro procesadores.

Os quiero contar la historia de estos últimos siete años.

Es una historia que no habría ocurrido si yo no le hubiera prestado un libro a un amigo, así que sólo por eso me parece que merece ser contada. El libro en cuestión era un manual de PHP que me regalaron en un curso. El amigo en cuestión empezó a trabajar en una empresa como programador de PHP y, como es natural, cuando necesitó a alguien para que se uniera al equipo, se acordó de la persona que le había ayudado en un principio. Todavía conservo el libro, pero no el amigo. No pasó nada, pero a diferencia de los libros, las amistades requieren de ciertas atenciones.

Uno de los directivos de esta empresa era también propietario de una agencia de diseño. Cuando terminó mi proyecto en la primera empresa me ofreció un sueldo de cuatrocientos euros al mes, sin contrato. No me pareció adecuado y no lo acepté, y en su lugar le propuse trabajar para él como freelance. A lo largo de los años que duraría nuestra relación gané aproximadamente cuatro veces el salario que me ofreció en primer lugar. Terminé el primer ciclo, presenté el proyecto de fin de carrera, me matriculé en el segundo, y seguí trabajando como autónomo.

Pasé los dos siguientes años alternando la carrera con mi trabajo. Simplemente, dejé de tener tiempo libre. Mis amigos empezaron a interesarse más por el sexo y menos por el alcohol, así que tampoco fue muy complicado. Me sentía bien en mi circo de dos pistas. Si la universidad iba mal tenía el trabajo, y si algún mes tenía menos encargos, podía centrarme en estudiar. Tenía menos tiempo que nunca, a veces faltaba a clases para trabajar, y sin embargo saqué las mejores notas de mi vida. Cuando sólo tenía que terminar el proyecto de fin de carrera, me mudé a Barcelona, desde donde seguí trabajando.

Mis clientes tenían la mala costumbre de pagarme tarde y mal, y justo entonces fue cuando apareció en escena la crisis económica. Los presupuestos empezaron a ser rechazados. La diferencia es que además tenía que pagar un alquiler. Una noche me encontré sin dinero para pagar una entrada de tres euros para un concierto. Toqué fondo, presenté mi proyecto y tres meses después decidí aceptar un trabajo por cuenta ajena en una empresa enorme. El día en que firmé el precontrato llovía en Barcelona, y mis únicos zapatos decentes estaban rotos. Negocié mi sueldo con los calcetines mojados.

Trabajar en una empresa tan grande y en una ciudad tan grande me aterrorizaba. Me imaginaba caras serias, trajes, jornadas interminables y comida en fiambreras. Pero me encontré un grupo de personas absolutamente geniales, camisetas sin planchar, días que pasaban en un parpadeo y muchas cervezas. El dinero volvió. Pude ir a conciertos, invitar a amigos a cenar y comprarme unos zapatos. Disfruté mis primeras vacaciones pagadas. Volví a salir de fiesta. Recorrí Barcelona entera y fui a la playa a diario durante dos meses. También tuve problemas. A veces simplemente no supe estar a la altura de muchos de mis compañeros. También me enfadé por tonterías con muchas personas, y decepcioné a otras. Pero estas cosas suceden. Sólo me arrepiento de haber pensado que sería así para siempre y de no haberlo disfrutado en el momento.

A mediados de 2012 una multinacional de origen norteamericano compró mi empresa y muchos de mis compañeros fueron despedidos. Entonces vinieron las caras largas, pero por fortuna continuaron las camisetas sin planchar y las cervezas. Una de las personas con la que mejor relación tenía fue contratada por una pequeña start-up y me ofreció unirme al proyecto. Y así comenzaron los meses más caóticos de mi vida, como desarrollador en una empresa que intentaba caminar por una cuerda sacudida por especuladores. Bueno, allí los llamaban inversores. Empecé a aburrirme. Mi trabajo se convirtió en un trabajo. Casi rompo con mi pareja. Mis padres se divorciaron. Me mudé a un piso más céntrico y más caro, y firmé el contrato el día antes de que la empresa nos despidiera y cerrara.

Es abril de 2013 y estoy sentado en el suelo de un piso carísimo sin amueblar, sin saber qué pasará con mi novia, con mis padres divorciándose, y sin trabajo.

La malvada multinacional americana acudió entonces al rescate y me ofreció mi antiguo empleo y más sueldo. Acepté. El jefe de mi proyecto abandonó la empresa al poco tiempo y me encontré de un día para otro con mucha más responsabilidad de la que necesitaba, especialmente en un momento tan delicado. Empecé a dormir mal. Dejé de poder desconectar del trabajo. Llegaron las llamadas a horas extrañas. La víspera de que me fuera de vacaciones hubo una emergencia y estuve hasta las tres de la mañana trabajando. A las seis, todavía en pleno ataque de nervios, cogí el coche y conduje ocho horas hasta caer muerto en la habitación de un hotel de Ginebra. Pasé todas las vacaciones dándole vueltas a todo, sin poder dejar de pensar en el trabajo. Volví de vacaciones y me deprimí. Tampoco fueron todo malos momentos, cobraba un buen sueldo y tenía unos plazos de entrega más que generosos, pero el estrés postraumático no me deja ver mucho más. Es broma, creo.

La empresa me compensó con dos días de vacaciones que no disfruté. Me arrastré hasta noviembre, hasta que alguien cometió la imprudencia de ofrecerme otro trabajo. Les hice jurar que no habría llamadas a horas extrañas, ni horas extra, ni reuniones absurdas, y sólo entonces, acepté el trabajo. Estuve cerca de un mes sin levantar la mirada del ordenador por miedo a que ocurriera algo. Y luego empecé a respirar. Mi novia también.

Y hasta hoy. Supongo que no deja de ser significativo que a veces mi única forma de poner fechas a los recuerdos sea pensar en el trabajo.

Estas líneas están llenas de conclusiones. Una de ellas es que pasé mucho tiempo evitando vivir. Y cuando empezaron a pasar cosas, simplemente no estaba preparado. Por eso el año pasado me resultó tan complicado: muchas veces sólo quería que no pasara nada, quedarme sentado en un rincón sin hablar, ni pensar, ni moverme.

Pero ahora me siento fuerte. Muy fuerte. Dispuesto para el siguiente desafío. Porque hay historias que merecen ser vividas.

Y contadas.

De Pyongyang a Jerusalén

Hace ya más de dos años (¡!) escribí por aquí una pequeña revisión sobre Pyongyang, un fantástico cómic del canadiense Guy Delisle que después dejaría a un montón de personas que quedaron tan encantadas como yo. Lo mejor es que durante estos dos últimos años alguien conjuró en la sombra y consiguió que mis amigos me fueran regalando el resto de la serie de libros que Delisle escribió sobre sus viajes, así que los siguientes en caer en mis manos fueron Shenzhen y las Crónicas Birmanas. El primero me pareció genial, realmente al nivel de Pyongyang (en mi humilde opinión), sólo que centrado en su experiencia en China. En el último, sin embargo, eché algo en falta la ironía y el arrollador talento narrativo al que Delisle me había acostumbrado, aunque el tema gráfico está más elaborado, al menos según mi entender :-P.

De la lectura de los libros me ha llamado la atención cómo puede verse con cierta facilidad la evolución del autor a todos los niveles: de un trazo menos definido y un humor más amargo y depresivo va pasando a un dibujo más perfecto y a una lucidez irónica con ese punto ácido que se me hace tan irresistible.

Todo esto volvió a mi la semana pasada, cuando en la Fnac me encontré un libro que ni siquiera sabía que existía: Crónicas de Jerusalén, del mismo autor. Me lo compré sin mirar el precio y hoy lo he terminado. Y me ha encantado. En este último libro, Guy Delisle cuenta el año que pasó en Jerusalén acompañando a su mujer, voluntaria en Médicos Sin Fronteras (como haría en Crónicas Birmanas). Una mirada renovadora, cínica e inocente sobre un conflicto que se eterniza y que está repleto de absurdos que Delisle se entretiene en desgranar y ridiculizar, recuperando su mejor narrativa. En el apartado gráfico incluye algunas novedades en forma de sutiles notas de color que son muy de agradecer.

Últimamente me dedico menos a escribir y más a leer. Supongo que forma parte de una etapa de mi vida en la que intento escuchar más a las personas y hablar menos. Creo que a veces te encuentras tan empeñado en contarle al mundo lo que piensas sobre cualquier cosa que no te das cuenta de todas las pistas que te da el mundo sobre todo…